A lo largo de la vida, hay decisiones que tomamos con claridad y otras que simplemente nos encuentran en el camino. En mi caso, la enseñanza no fue una elección premeditada, sino una vocación que fue revelándose a medida que recorría una senda hecha de viajes, lecturas y encuentros significativos. Este texto es una mirada hacia atrás, una forma de comprender cómo mi historia personal, académica y profesional me condujo, casi sin darme cuenta, hacia una tarea que hoy forma parte esencial de mi identidad.
Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse; aunque sea un acto sedentario, nos devuelve a nuestra condición de nómadas.
Irene Vallejo: El infinito en un junco
Mi infancia son recuerdos de un patio en Carabanchel y un eterno pollito.
Fui una niña feliz, siempre sonriente,
que pasaba los veranos entre Asturias, tierra de mi madre, y un apartamento en Santa
Pola, como mandaban los cánones de la época.
Esa niña llegó a la universidad y con ella, al deseo de libertad y de búsqueda de identidad.
¿Vocación de profesora? No lo tenía claro. De pequeña jugaba a ser profe y mi padrino, Pablo, —maestro y figura clave en mi vida— fue sin duda una influencia, pero lo cierto es que elegí Filología porque me apasionaba leer, me gustaba la lengua y tenía un espíritu bohemio que encajaba perfectamente en Filosofía y Letras.
Fue en tercero de carrera cuando apareció la primera señal clara en la senda que estaba por comenzar. Mi profesor de Sintaxis generativa, José Portolés, nos habló de los nuevos Institutos Cervantes y de la posibilidad de enseñar español como lengua extranjera.
Aquella información me marcó: comencé a orientarme hacia la enseñanza del español fuera de España, orgullosa de difundir una imagen moderna y transformada de nuestro país, la España de finales de los 90.
Siempre me había atraído viajar, conocer otras culturas y vivir fuera.
A los 17 años fui a un campo de arqueología en Niza, a los 18 visité Londres —sin saber que allí viviría mi primera experiencia de Independencia—.
Al terminar la universidad, me mudé a Londres. Mientras hacía un curso de formación de profesores de ELE, salió una plaza de profesora de secundaria en la Escuela Europea de Oxford. Tuve la suerte de estar en el lugar adecuado en el momento justo.
Aquella entrevista fue de las mejores de mi vida. Me contrataron, y mi enfoque comunicativo en el aula fue muy bien recibido: una joven profesora española con una manera distinta de enseñar.
EUROPEAN SCHOOL OF CULHAM (OXFORD)
Esa formación fue clave en mi desarrollo profesional. Entendí que el método de enseñanza debía ser participativo, que los alumnos debían implicarse en su propio aprendizaje. Y además, ese enfoque encajaba perfectamente conmigo: disfrutaba comunicando, las clases me llenaban, y recibía una excelente respuesta del alumnado. Fue entonces cuando empezó a tomar forma mi vocación.
Al regresar a España, entré a formar parte, junto con otros compañeros, de una cooperativa de enseñanza, nuestro colegio. Participé activamente en la elaboración del proyecto educativo con la intención de plasmar todo lo aprendido en el extranjero.
Hoy seguimos sintiéndonos orgullosos de aquel proyecto.
Puedo afirmar que la vocación no siempre se lleva en los genes; hay tantos caminos como personas. En mi caso, la vida me fue llevando por una senda donde, al dejarme fluir —como los juncos— encontré algo que se parecía mucho a la vocación. Lo esencial es descubrir aquello en lo que somos buenos y que, además, nos hace felices. No deberíamos dejarnos arrastrar por las expectativas familiares, el prestigio o las presiones externas.
La vocación es una senda personal que se recorre con conciencia.
